Para quien buceando en este océano profundo que es internet acabe encontrándose con este blog:
desde mayo del año pasado no añado ninguna entrada más porque las estoy publicando en el blog de la web de Psicoley, www.psicoley.com. Allí mantengo el mismo estilo: una mezcla de reflexión psicológica, desde el trabajo clínico, con un poco de análisis social y con propuestas de alcanzar una perspectiva distinta que nos permita salir de la alienación que el sistema económico nos propone a un ritmo frenético. Antes de la crisis porque se nos prometíaa todos, a base de consumir, un bienestar y una riqueza sin límite y, ahora, porque se nos sugiere que, si dejamos de consumir, volveremos a la crisis.
Sin fórmulas de la felicidad
Reflexiones desde la psicología sobre temas clínicos y sociales
martes, 11 de julio de 2017
martes, 24 de mayo de 2016
Separarse de la agresión del otro
Es algo habitual en las familias
que, en un momento dado, sea la agresión, directa o simbólica, la que se
interponga en la relación. Aunque se suele acudir a la consulta de un psicólogo
cuando la agresión procede del hijo, sobre todo si es adolescente, se suele
eludir la que nace de los propios padres. En uno y otro caso la respuesta suele
ser agresión por agresión, sin tratar de tener en cuenta que en esa relación
están, o deberían estar, presentes los afectos.
Aunque se proponen desde la
psicología diversas estrategias para reducir esas agresiones, creo que se suele
olvidar la más evidente: que los padres, por ser tales, pueden restar valor a
la supuesta ofensa ―no se sientan ofendidos o heridos constantemente― en pro de
saber, interrogar, qué es lo que realmente le ocurre a su hijo, por qué
necesita atacarlos. Y es que no hay que olvidar que, se comporte como se
comporte el hijo, detrás sigue habiendo lazos de amor que le unen a sus padres
y es a ellos a los que hay que acogerse para resolver la situación. Si un hijo
insulta o empuja a la madre o al padre, se le puede responder en el mismo
nivel, y añadir castigos, o satanizarle como si fuera una mala persona, pero
eso no romperá nunca el círculo de agresiones. En cambio, si ese padre o esa
madre tratan de restarse como los señores importantes, los ofendidos por
alguien que les debe consideración y respeto, en vez de pensar exclusivamente
en su ego herido o en su orgullo, podrán mostrar a su hijo que su empeño de
ofenderlos yerra el blanco y que su respuesta no será un simple acto reflejo y
no lo agredirán a su vez. Cada vez que se logra dejar de responder a la
agresión con la agresión, se permite al hijo cuestionarse su comportamiento o
pensar sobre lo que le hace caer en esas conductas. También percibirá pronto
que es alguien importante, querido, por sus padres y eso abrirá ya una posible
vía de solución a lo que le sucede.
Cuando son los padres los que
agreden es más difícil, pero en la consulta se puede ayudar al adolescente a
sustraerse de la agresión para interrogar a sus padres: ¿Por qué necesitáis hacerme daño? La interrogación es la mejor forma
de cuestionar la conducta del otro sin hacerlo daño, siendo por tanto la mejor
vía para hacer que ese otro (padre, madre, hijo, hermano…) modifique sus
conductas.
Suelo comentar que, cuando
algunos chavales o adolescentes llegan a consulta y lo primero que hacen es
llamarme hijo puta, o cabrón, o mierda, lo que más los descoloca es que les conteste Muchas gracias, muy amable. A partir de
ahí, al no responder en espejo a su ataque, se los puede cuestionar su
necesidad de ofender o de poner a prueba a quien tienen delante. Ese modo de
respuesta, en un plano totalmente distinto al que el que ofende espera, es
eficaz en cualquier situación cotidiana, como la del tráfico (donde la gente
tiende a ofender con cierta facilidad).
Más bienes, por favor
Podíamos cambiar en la canción de Aute donde
dice “Cine, cine, cine, más cine, por
favor…” cine por bienes y eso sería un fiel reflejo del principal afán de la
vida en occidente y, cada vez más, en el resto del mundo. Quizás me equivoque,
pero cada vez que oigo las noticias, casi diarias, sobre un nuevo caso de
corrupción, y de las que ya hasta el papa se hace eco, aunque lo haga sin
rascar apenas superficialmente en las que interesan, afectan, a la Iglesia,
incluidas las noticias que se refieren a esos terroristas que mercadean con la
droga, los diamantes o las mujeres para mejor servir a su dios, cada vez que
las oigo, me reafirmo en la idea de que una de las claves fundamentales para
entender las brutales diferencias entre los seres humanos y las injusticias
constantes que se cometen es el uso que hacemos de los bienes, bienes cuya
producción es lo que siempre ha vendido el capitalismo como la piedra angular
del progreso. Los bienes, a partir de cierto nivel, solo están destinados a esa
acumulación, tan triste como obscena, o a la adquisición de ese tipo de
posesiones que tienen como único fin marcar la “categoría” social, es decir,
“lo que me diferencia de vosotros es que tengo más bienes, más riquezas” y la
ostentación más ruin de las mismas. Si, además, muchos de los que llegan a
atesorar fortunas lo hacen faltando a la ley del modo más mezquino, se verá que
esos bienes no pueden ser sino pura basura, por más que mansiones, yates,
trajes o perfumes traten de disimularlo.
Pero no solo me refiero a los bienes
materiales. También el cuerpo es, cada vez más, convertido en un bien que, en
demasiadas ocasiones, esclaviza. Es el caso de la anorexia, por ejemplo, o de
los que se dedican a sacar músculos como único fin en su vida. Es también, como
decía una paciente, la búsqueda de la satisfacción que se obtiene incluso al
realizar rituales compulsivos, propios del trastorno obsesivo-compulsivo. O,
por supuesto, todos los que convierten la búsqueda y consumo de sustancias
químicas, legales o no, en su único bien. Es decir, todos esos comportamientos
que conducen a considerar un bien como algo esencial para su vida, aunque
termine yendo claramente en contra de su bienestar.-
No menos obscena que la acumulación o atadura
a un bien es la admiración o envidia que suelen producir en los que no tienen
esos bienes, en este caso sobre todo los materiales. Hoy, como en toda la
historia que nos precede, nos dejamos explotar, cuando no robar o saquear, por
los mismos a los que luego salimos a la calle a aplaudir y a admirar
recubiertos de sus joyas, sus vestidos, su aire de superioridad o su capacidad
de derroche.
Mientras no dejemos de buscar en la posesión
de bienes, en su mayor parte absurdos y de simple representación social, el
complemento a nuestro ser, a nuestras faltas y carencias, nunca nos
aproximaremos, no ya a la justicia más elemental, sino a la más esencial felicidad.
Mucho menos podremos ocuparnos de mejorar las condiciones de vida de aquellos a
los que les falta el más esencial de los bienes, la comida o el abrigo.
Lo peor de los bienes es que nos aíslan en
nuestro empeño en conseguirlos cerrando los ojos a las carencias ajenas, sin
esa tan mentada empatía que, como se suele emplear, es pura falacia, y en
contra de esa pretendida fuerza de lo social en las llamadas redes sociales y
que son más redes que nos atrapan como a peces que, juntos, esperan que el tiburón
se coma a los otros, que sociales.
Quizás mientras escribo mi mente me lleve a
ese coche lujoso que me gustaría conducir o ese móvil último modelo que imagino
me va a quitar las ganas de tirar a la basura ese chisme maldito que ha logrado
invadir todos los ámbitos de nuestra vida y ser el elemento que más interrumpe
nuestras tareas o descansos. Trabajar sin que suene por cualquier nimiedad es
ya un imposible; leer en el metro o el autobús sin escuchar lo que ha comido el
niño, la poca consideración del novio, el diario de un día de trabajo o los
planes del fin de semana que a nadie importan es ya mi principal anhelo.
Mantener una conversación en la comida o paseando o en cualquier sitio sin que
un mensaje obligue a alguien a mirar el móvil y descuidar lo que se está
hablando es la norma. Pero, eso es verdad, puedes hacer fotos sin parar, buscar
un restaurante o la cartelera del cine y hasta preocuparte del tiempo que va a
hacer como si tuvieras trigo plantado. En ese coche anhelando, además, sirve de
GPS para que ya no puedas perderte y descubrir un pueblo perdido. Menos aún
ejercitar la memoria porque el camino ya te lo marca el móvil y te ofrece los
números sin que hayas de recordarlos. Quizás piense en viajar en avión a ser el
turista número treinta millones que fotografía el mismo monumento o el mismo
ambiente de pobreza que me hace desear volver corriendo a casa para no pensar
demasiado en lo que me he encontrado. Pero tal vez tanta foto logre volverme
ciego a la pobreza, la enfermedad o la muerte ajena.
Lo último es hacer cualquier gilipollez y
subirla a YouTube para admiración del resto de los humanos. Hasta los
terroristas, tan atados a la Palabra que prohíbe las imágenes, graban sus
barbaridades para que todas las podamos ver a través del móvil o el ordenador.
Por
supuesto, si yo llamo a este blog “Sin fórmulas de la felicidad”, es porque eso
supone que yo no puedo saber si alguien puede ser feliz acumulando bienes o teniendo
el último modelo de móvil, pero al menos puedo asegurar que no hay acumulación
de uno sin explotación de otros; que no hay progreso que alcance a todos los
seres humanos, porque, hasta ahora, ese progreso se apoya en el empobrecimiento
de países enteros.
El ruido en el que habitamos
El ruido forma parte de nuestras vidas y eso se hace
patente en dos situaciones en que su presencia se vuelve angustiosa o
insoportable, con independencia de su intensidad. Una, cuando alguien cruza el horizonte
de eso que llamamos normalidad y penetra en la psicosis, y otra, cuando alguien
no puede dormir o tranquilizarse por efecto de un ruido que se vuelve invasivo.
Supongo que es evidente que hablo de dos ruidos
distintos, pero que muchas veces se hacen uno: por un lado, del ruido del
ambiente, de las voces, de los motores de los coches, trenes o aviones o del
simple tic-tac del reloj en la noche; y por otro, del ruido de nuestra mente,
de ese monólogo que no cesa de producirse en nuestro interior, mezcla de
recuerdos, preocupaciones y fantasías, o de miedo o resistencia a entrar en el
sueño.
Para el psicótico, la voz que nace en su mente se
vuelve sonora y trastoca su universo al verse interpelado, zarandeado, ordenado
o aterrorizado por una voz que no puede reconocer como propia y que,
curiosamente, lo aísla del ruido cotidiano que, habitualmente, nos acoge,
envuelve y tranquiliza a todos los demás, pues no nos deja oír esas voces.
En el otro supuesto, el ruido que se vuelve
insoportable por no poder habituarse a él, aceptarlo, incorporarlo y, así,
anular su efecto perturbador, viene a interrumpir el descanso, la reflexión, la
concentración o el sueño. A la persona que lo sufre le cuesta entender o
encontrar la lógica a esa necesidad de mantener el volumen de ese ruido, sin
habituarse a él hasta anularlo, que lo impide descansar: por qué no logra
acogerlo, aceptarlo sin resistirse a él, única forma de vencerlo, si es la mejor
vía para evitar el malestar. Pero, en el ámbito de la terapia psicológica, lo
que se trata de hacer ver a quien se ve imposibilitado a dormir a su pesar es
que ese ruido encubre el auténtico ruido perturbador de su existencia, el que
procede de su propia mente: el de una falta insoportable, el de un amor que se
tambalea, el de una renuncia intolerable o el de un futuro que no ofrece
garantía alguna. Quizás se trata de una resistencia a extraer del ruido que
golpea su mente una palabra, un mensaje, un saber que le permitiera entender lo
que le perturba y poder así dormir.
El ruido, por tanto, cumple para cualquier ser
humano una función tanto perturbadora como tranquilizadora. Incluso en el mundo
animal se da esa doble faceta: cuando falta el ruido, cuando se deja oír el
silencio más absoluto, la inquietud y el miedo toman a los animales (y a los
hombres) porque suele ser anuncio de algo peligroso, tenebroso o maligno. En
ese caso, ese ruido constante que envuelve los bosques y los campos es fuente
de tranquilidad, de seguridad, de ausencia de peligro. Ese es el ruido que, decía
antes, en el caso del ser humano nos envuelve con un halo protector para
alejarnos de la locura.
Es verdad que, en la época actual, hay demasiados
ruidos (televisión, máquinas, móviles,…) que suelen cumplir más la función de
adormecernos, de aislarnos, de hacernos olvidar nuestro ineludible destino, o
simplemente alejarnos de nuestros miedos, de nuestras cobardías, de nuestra
falta de solidaridad, que ser ese signo de humanidad que nos envuelve en cierta
tranquilidad.
No obstante, para algunas personas, el ruido que nos
rodea, que apacigua a la mayoría, se vuelva desasosegante para ellas. Habitualmente,
cuando nos vamos a descansar y dormir, no estamos pendientes de los ruidos del
ambiente y aún menos de los que pueden alterar nuestra conciencia, pues, de
algún modo sabemos que, si estamos atentos a ellos, se vuelven absolutamente
presentes y no nos dejan dormir. (Por eso mucha gente se duerme gracias a
ruidos ante los que no ejerce ninguna resistencia, como los procedentes de la
televisión, y son las mismas personas que se ven alteradas por cualquier otro sonido).
Cuanto más te resistes a ignorarlos, más intensos se vuelven (y eso es lo que
no se da en el caso de la televisión, no intentas ignorar lo que procede de
ella). Lo mismo ocurre con la verdad que portan las palabras: cuanto más te
resistes, más grita para ser escuchada. Es decir, que uno puede aferrarse al
ruido, aunque le cueste el sueño, con tal de no oír el rumor de sus deseos, de
sus insatisfacciones, de su rabia o de aquello que trastocó su vida. Pero así,
ni podrá elegir el camino que le permita sentirse libre ni podrá dormir.
Informes de parte: ¿partidistas?
Algunas
veces los psicólogos nos encontramos con abogados que solicitan informes de
parte a dictado. Es decir, tratan de
decirte cómo ha de estar orientado y en qué sentido has de informar.
No
siempre es fácil hacer ver a esos abogados que un informe de parte no es más
útil siendo sesgado y faltando a la verdad, sino que pierde valor por varias
razones:
·
Primera y principal, un psicólogo ha de actuar conforme a la ética,
que, para no dejarse en manos de la pura integridad personal, se recogen los
criterios que la rigen en el Código Deontológico del Colegio de Psicólogos.
·
Dos, porque un informe, si no responde a la verdad, es incoherente y,
por tanto, muy difícil de sostener ante el tribunal.
·
Tres, no hay que considerar a los fiscales y jueces tan faltos de
entendimiento como para suponer que no van a saber detectar el sesgo en un
informe. (No es por eso raro encontrar en algunos jueces reticencias a tener en
cuenta los informes de parte, por más que muchas veces encuentran después que
son una buena ayuda a la hora de dictar sentencias que sean lo más justas
posible)
·
Y cuatro, es fácil que, realizados así, con sesgo, entren en tal
contradicción con otros informes, ya sean del equipo psicosocial o también de
parte, que difícilmente van a cumplir su objetivo: ser útiles al juzgador. En
este caso, la discordancia que observará este le hará pensar más en la
parcialidad de los informes que en la objetividad necesaria para serle útiles.
No
se trata de reflejar de forma falseada la personalidad del evaluado, de
inventar habilidades que no tiene o negar trastornos que pueda sufrir, porque,
casi siempre, habrá otro ser humano que pueda ser víctima de la falsedad de ese
informe: un hijo, un menor abusado, cualquier víctima. Incluso, puede ocurrir
algo más grave desde el punto de vista ético: que favorezcas a alguien que en
el futuro haga un grave daño a un tercero.
La
información que debe aportar un informe, sea de parte o no (no hay que olvidar
que un informe hecho por un equipo del juzgado también podría ser sesgado e
informar de forma desigual sobre las personas que valora), ha de ser lo más
fiel posible a la verdad. Si lo es, seguramente será mucho más útil al cliente,
se podrá defender con total convicción en el momento de la ratificación y, lo
más importante, será útil al juzgador.
Si
un psicólogo no intenta tener ese comportamiento ético, no solo perjudicará a
su cliente, sino que también nos perjudicará a los demás psicólogos, pues hará
que nuestros informes no sean valorados en su justa medida por los jueces.
¿Cuál
es el problema con el que nos encontramos al realizar nuestro trabajo de forma
fiel a nuestra profesión y ética? Que el cliente se puede sentir decepcionado
ante informes que no le favorecen en el sentido que su abogado le ha sugerido.
Porque eso es lo que ocurre a veces: valoramos a un sujeto y los datos que
obtenemos van en contra de la imagen que él desearía ofrecer al tribunal. Para
nosotros, en ese caso, la situación es dura pero no grave, pues ese cliente es
el que recibe el informe y puede hacer con él lo que desee, así sea destruirlo.
Sí, dirán, pero se ha gastado un dinero para nada. Es posible, pero, al menos
en nuestro centro, es informado desde el principio que se puede encontrar con
ese resultado, que, dicho vulgarmente, no
nos casamos con nadie, pues valoramos más nuestra integridad que el que el
informe responda a sus expectativas.
De
todas formas, la experiencia nos dice que, en la mayoría de las ocasiones es
útil y así lo demuestran las sentencias, donde, con frecuencia, es recogida la
argumentación que hemos expuesto en el informe.
Nuestro
empeño es que los jueces reconozcan nuestra objetividad (salvando los errores
que podamos cometer en el proceso de valoración). Cuando un abogado solicita un
informe es bien lógico que desee que le sirva para defender a la persona que
representa, pero ha de entender que nosotros realizamos pruebas objetivas
(cuestionarios, test) que han de ser interpretadas fielmente y que lo que
informemos no puede estar en contradicción con lo obtenido en dichas pruebas.
¿Se imaginan que, por realizar un informe de forma parcial e interesada, un
supuesto abusador fuera condenado siendo inocente o, al contrario, quedara en
libertad siendo culpable? Para el abogado su misión es defender a su
representado con todos los medios a su alcance, pero para un psicólogo eso solo
ha de ser posible con la mayor aproximación posible a la verdad. Hay que tener
en cuenta que los propios abogados nos exigen esa fidelidad cuando recurren a
denunciar a un psicólogo ante la comisión Deontológica de nuestro Colegio. La
mayoría lo hace para intentar que ese informe carezca de validez ante el
tribunal, en el caso de que el Colegio de Psicólogos considerara que se ha
realizado de forma inadecuada o faltando a la verdad. Por tanto, no se nos
puede exigir la misma posición que a los abogados: ellos deben buscar todos los
medios a su alcance para defender a su representado, pero no es así en nuestro
caso, ya que nuestros informes pueden ser impugnados si cualquiera de las
partes cree que ha sido realizado con deslealtad hacia el cliente que lo ha
solicitado o de forma tendenciosa, para perjudicar a una de las partes.
domingo, 18 de octubre de 2015
El factor clave de todo tratamiento psicológico
Cualquier
psicólogo que escuche a sus pacientes sabe que estos acuden a él buscando el
bienestar que les es esquivo. Llegan a él empujados por los síntomas para los
que no han encontrado solución; por afectos que les ahogan bajo el modo de la
angustia; por fracasos reiterados; o por comportamientos que ejercen, a su pesar,
contra sí mismos.¿Qué es lo
que se encuentra en la base de todos ellos? Un goce del que no pueden
desprenderse. Ese goce no es sinónimo de placer, sino que es una satisfacción
que va indisolublemente unida al sufrimiento, al malestar, a eso que no te deja
vivir en paz, a aquello que te anula subjetivamente (es, por ejemplo, muy
evidente en la adicción a las drogas o el juego). Eso no quiere decir que esa
persona disfrute del sufrimiento (eso que definiría al masoquismo); no, ese
sufrimiento se puede considerar más como un efecto de esa enorme dificultad
para separarse de ese goce. Es muy probable que se trate de un tema de
equilibrio: cuando el sujeto percibe que el sufrimiento es mucho mayor que la
satisfacción que obtiene es cuando demanda ayuda: un tratamiento que le permita
salir de ese callejón sin salida en el que se ha metido.
Entonces,
¿en qué consiste una terapia psicológica? En esencia, en separar al sujeto del
goce que lo ata y estrangula.
Escribo
esto pensando en un síntoma concreto: la encopresis.
Es muy
frecuente que los niños que llegan a consulta con ese problema ya hayan sido
tratados por varios psicólogos. Cada cual pone su saber al servicio de la
solución de ese síntoma (grave por su gran interferencia en la vida familiar y
social), pero no es extraño acabar en una vía muerta. ¿Por qué? Porque muchos
tratamientos se plantean a través de las teorías del refuerzo: ir anotando días
en que hace caca ―o parte de ella― en el váter para luego obtener un
premio; o, a la vez, programar estancias cada vez más largas en el baño,
sentado en un sanitario que, para el niño, es muchas veces una amenaza (por eso
es frecuente que estos niños hagan la caca de pie ―en su calzoncillo―. Es
verdad que algunas veces se producen mejoras esperanzadoras, pero suelen
desaparecer pronto para volver a enfrentar al niño y a sus padres a la misma situación.
Incluso, con frecuencia, el pequeño termina reforzando el goce que le procura
su síntoma a través de la ritualización que ese modo de tratamiento instituye.
―Es algo similar al que obtienen los obsesivos de sus ritos de limpieza u
orden―. A ese efecto paradójico de los tratamientos se une una demanda
constante al niño por parte de los padres para que entregue su caca; esa
solicitud, de modo especial en el padre, se realiza con cierta frecuencia con muestras
de agresividad, desprecio o desesperación ―que luego tratan de compensar con
grandes dosis de atención y cariño―. Es verdad que todos hemos accedido al
control de esfínteres por obra de la demanda cultural ―encarnada en los padres―
que solicita al niño que renuncie a su pis y su caca ―entregados hasta entonces
sin control― y los donen en el baño. Entonces, en los casos en que se produce
encopresis, podemos pensar que algo ha ocurrido en el modo de realizar esa
demanda al niño. (No voy a entrar en los problemas asociados, como el dolor por
estreñimientos prolongados, intervenciones hospitalarias para deshacer esos
atascos…, aunque tienen su peso en este tema). Creo que es evidente que, cuanto
más se intensifica la demanda de los padres, más resistencia tiene el niño a
entregar su caca (al que se puede considerar, sin comillas, su tesoro).
Todos los padres de los niños que
sufren este problema han observado que, cuando el niño siente ganas de hacer
caca y trata de resistirse ―como he dicho, normalmente de pie―, empiezan a
hacer movimientos que, unas veces con más disimulo y otras con descaro,
muestran el placer-gusto-satisfacción que el niño está sintiendo. En muchos
casos, se observa como se frotan el pene con la mano (en niños autistas muchas veces
suele ser con el envés de la mano) y su cara ofrece un repertorio de gestos que
cualquiera leería en el sentido del goce del que estoy hablando.
¿Cuándo se muestra el niño abierto
a ceder en ese síntoma? Cuando el malestar que produce el olor que siempre
arrastra se convierte en fuente de burla o rechazo entre sus compañeros; o cuando empieza a ser consciente de que el malestar que le produce su problema es
mayor que cualquier beneficio que pueda obtener con el mismo. Pero ¿cómo se le
ayuda? Como he dicho antes, acercándole a las causas de su detención en el
proceso de socialización común y ayudándole a separarse de ese goce que le ata
y ciega, y que le impide por eso hacer caer ese síntoma al tiempo que cae su
caca en el inodoro. Los padres ayudan en ese trabajo frenando su demanda
imperativa y estableciendo límites al niño, es decir, ofreciéndole ayuda para
que separe su dificultad para ir al baño del goce que observan en él. ¿Cómo?
Simplemente nombrándole lo evidente, lo que está delante de sus ojos y de lo
que el niño no es consciente hasta ese momento.
Por poner un ejemplo: en un caso
que llevo, el niño empieza a entregar su caca cuando, de su hucha, me trae
monedas e insiste en que me las regala. Yo no hago más que señalarle que es
capaz de desprenderse de parte de su tesoro (monedas y caca), lo que él
entiende a la perfección. Pero, lo llamativo, para que se vea la identidad, es
que la primera vez que hablamos en esos términos, de tesoro, él se fue al baño
y se sacó un trozo de caca para entregármelo como regalo. Yo, a pesar de los
pesares, se lo acepté. El otro aspecto que en este caso tenía un peso
importante es el miedo de este niño a ser succionado por el inodoro tras su
caca, miedo que en muchos niños autistas es verdadero horror.
Para el psicólogo resta el trabajo
de dar al niño el espacio simbólico que le permita comprender su necesidad de
retener y el sentido de sus miedos; y el de acompañarle en la renuncia a su
síntoma ―que lo liberará―. La sensación ―siempre que un sujeto se desprende del
goce― es de descanso. Es decir que, para estar bien, no necesita trabajar
tanto.
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